jueves, 12 de septiembre de 2013

De peluquería

Desde el insomnio

O de estética 


Por José María Arellano Mora



Imaginarme como iba bajando las escaleras aquel joven de veintitantos años, dando tropiezos por cada escalón y descanso de la escalinata, tratando de no decaer en su lucha por llegar a la planta baja; sentirse ahogado, con su rostro de pánico, de angustia, desesperación y tratar de buscar ayuda o tal vez consuelo… No dejo de asombrarme, cada vez que lo recuerdo.

-¡¡¡Tan!!! ¡¡¡Tan!!! ¡¡¡tan!!!! –el toquido frenético con el puño en  una de las puertas de los departamentos-

-Ya voy… ya voy… ¡¿quién jodidos está tocando?!

Al abrir la puerta, el señor enojado por la manera de tocar, su malestar se ahoga en un grito gélido, de dolor, de incomprensión… deja la puerta abierta ante la presencia del inesperado visitante. Lentamente retrocede en sus propios pasos, descuelga el teléfono pero se paraliza sin saber el número a marcar; deja caer el auricular… éste cae  oscilando en un inquietante vaivén golpeando el mueble una y otra vez hasta quedar dibujando círculos silentes.




“…el señor enojado 
por la manera de tocar, 
 su malestar se ahoga 
en un grito…










  
…y se alcanzaba a oír 
las voces de preocupación, 
de desesperación; 
sin saber qué hacer…




El muchacho sin hallar respuesta en su llamado a las puertas, algunas abren y sus dueños repiten casi la misma historia del señor encabronado por la manera de tocar la puerta. En lo alto de los pisos anteriores las personas se asoman para seguir el rastro que va dejando el infortunado jovenzuelo; lo siguen con sigilo, palmo a palmo, como desciende lentamente sin despegar su mirada de los escalones, sin desear morbosamente el final, la agonía de aquel es la indiferencia o la incapacidad de ayuda de estos.

El cuchicheo de las personas iba en aumento, nuestro personaje, decaía a momentos y alcanzaba a oír las voces de preocupación, de desesperación; sin saber qué hacer, qué decir, de las personas que expectantes lo miraban a cierta distancia, de unos cuantos escalones, el zapateo resonaba sordamente desde las alturas de la escalinata.

Sólo el joven sabía con certeza quién era el causante y el origen de su situación. Se le veía triste, ensoñado y desesperado. No quería que lo ayudaran, al parecer, con sentimentalismos deseaba lo orientaran para llegar a su meta, a la planta baja; para escapar ¿De qué?, ya estaba consumado el hecho, entonces ¿porqué huir?

El tiempo corría como en cámara lenta, como la caída de una gota de un líquido espeso y así lentamente. En un descanso de la escalinata a un piso de llegar a su meta, se arrodilló sin dejar de agarrar su estómago, fue cayendo de su lado izquierdo. Quedo recostado, y poco a poco su cuerpo se fue opacando y apagándose el color de su tez…

-¡No! ¡no! lo muevan hasta que venga la policía –angustiada gritó una señora-.

Al llegar la policía y personal especializado, revisaron el cuerpo del chico. Todos los curiosos ya estaban arremolinados alrededor, expectantes. Su morbosidad aún no estaba satisfecha.

-¡¡Aaaahh!! –se dejó oír el grito desgarrador y de asombro de los fisgones- pues tenía clavada una tijera de peluquero en su abdomen.

Esta andanza del joven victimado, se escenificó en los años setentas, en una entrada del edificio Juárez en Tlatelolco.



“…-¡¡Aaaahh!! 
–se dejó oír 
el grito desgarrador y 
de asombro 
de los fisgones…









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